No estaba oscuro porque era de noche, ni era tarde porque me tenía que ir a dormir. Yo estaba trabajando y hacía calor, acá en Laos el clima es húmedo y el Mekong no descansa en ningún momento. Tengo un turno de trabajo que respetar y quedarme dormido con su rugido es fácil. Le pasó a Siddartha, cómo no me va a pasar a mi.
Camino, salgo de mi despacho y me olvido la silla. "Tengo que pedir otra silla para ahorrarme este esfuerzo" pienso. Vuelvo a por la silla. Camino, salgo de mi despacho y me siento en el parking. Acá está más fresco, el aire corre y ventila, y a veces trae gotas emigrantes del río que te tocan casi sin querer. "Qué lindo, que bien".
Son casi las dos de la mañana y mi turno termina a las 6.35 con el amanecer. Me queda la mitad de mi turno y tengo que estar atento, alerta. Nunca ha pasado nada acá, pero uno nunca sabe. En la jerga de los guardias nocturnos se comenta que el mayor peligro está en la cabeza, siendo ésta la que nos traiciona y nos da el miedo. Hay que tener tanto cuidado de nosotros mismos, como de cualquier otra persona. Nosotros tenemos nuestro propio peligro.
Pero qué hago ahora hasta las 6 y media. Ya revisé todo: las puertas están bien cerradas, las luces apagadas y dejé otra botella de agua en la heladera para que esté fresquita para el camino a casa por la mañana; no está la cosa para un taxi. Una cabezadita y recupero el cien por cien de la atención. 10 minutos, un sueño y vuelvo.
Un sueño. Qué cosa los sueños. Tan incontrolables e impredecibles. Se escribieron miles de historias sobre los sueños y aun así nadie consiguió explicarlos. Hablan de fases; hablan de influencias. Se dice que es una vida, con su frenesí y su ilusión, y aun así, con tal definición, me sigue pareciendo indefinible.
Yo no lo voy a definir. El señor del Mekong no me lo pide, ni yo tengo la necesidad de hacerlo. Disfruto el lujo de la ignorancia sin ninguna vergüenza. Ni que no saber no fuera posible. Espero que el señor del Mekong me entienda.
Traje al señor como si quisiera escribir una historia. Cómo si no fuese a hacer otra disertación inclusa de las que disfruto. En menos de 10 minutos cambié el formato de mi texto porque seguí mi propio desorden hacia donde me llevaba. Iba a aplicar toda la creatividad en diseñar un sueño único para un señor anónimo, pero se fue hacia el mismo camino de filosofía apurada y razonamientos superficiales.
No está mal, tampoco. Si quiero jugar con las estructuras que genios literarios establecieron hace años, lo hago. Sin argumentos, pero con rebeldía. Puedo decir que lo hago por impulso y por lo que siento, todavía me quedan 87 días de adolescente. Si tuviese 20 diría que lo hago porque lo aprendí en una charla de un emprendedor indio. O me lo dijo un director de cine en Los Angeles. Menos mal que todavía no tengo que mentir y mi edad me permite afianzarme a argumentos sin valor social, pero reales.
Desordenado como los sueños, al final. Me encanta hacerlo así tanto como me gusta levantarme con un sueño que me hace pensar un rato y temer por que se me olvide. El propio miedo me desconcentra y mi sueño se va. Me levanto a ducharme y cuando le vuelvo a dar una vuelta, se fue. Te quedan pinceladas que vas completando con historias alternativas a ver si cuadran, y aunque sea la misma cabeza, no coincide la conciencia.
Así se va a levantar el señor del Mekong. Con curiosidad por el sueño que acaba de tener, pero, por la preocupación acerca de cuánto durmió, se va a olvidar de todo. No le va a quedar registro en la cabeza de un chico de 19 años hablándole de historias diferentes. Se va a quedar con la idea de que soñó, y con la seguridad de que fue bueno.
Así nos va, con todo lo que tenemos que hacer, a veces la conclusión de nuestros actos se esfuma o pasa desapercibido.
Así, a veces, charlas quedan vacías pero quedamos satisfechos por el hecho de haber charlado.
Y está bueno. Hasta que te das cuenta.
S
Yo no lo voy a definir. El señor del Mekong no me lo pide, ni yo tengo la necesidad de hacerlo. Disfruto el lujo de la ignorancia sin ninguna vergüenza. Ni que no saber no fuera posible. Espero que el señor del Mekong me entienda.
Traje al señor como si quisiera escribir una historia. Cómo si no fuese a hacer otra disertación inclusa de las que disfruto. En menos de 10 minutos cambié el formato de mi texto porque seguí mi propio desorden hacia donde me llevaba. Iba a aplicar toda la creatividad en diseñar un sueño único para un señor anónimo, pero se fue hacia el mismo camino de filosofía apurada y razonamientos superficiales.
No está mal, tampoco. Si quiero jugar con las estructuras que genios literarios establecieron hace años, lo hago. Sin argumentos, pero con rebeldía. Puedo decir que lo hago por impulso y por lo que siento, todavía me quedan 87 días de adolescente. Si tuviese 20 diría que lo hago porque lo aprendí en una charla de un emprendedor indio. O me lo dijo un director de cine en Los Angeles. Menos mal que todavía no tengo que mentir y mi edad me permite afianzarme a argumentos sin valor social, pero reales.
Desordenado como los sueños, al final. Me encanta hacerlo así tanto como me gusta levantarme con un sueño que me hace pensar un rato y temer por que se me olvide. El propio miedo me desconcentra y mi sueño se va. Me levanto a ducharme y cuando le vuelvo a dar una vuelta, se fue. Te quedan pinceladas que vas completando con historias alternativas a ver si cuadran, y aunque sea la misma cabeza, no coincide la conciencia.
Así se va a levantar el señor del Mekong. Con curiosidad por el sueño que acaba de tener, pero, por la preocupación acerca de cuánto durmió, se va a olvidar de todo. No le va a quedar registro en la cabeza de un chico de 19 años hablándole de historias diferentes. Se va a quedar con la idea de que soñó, y con la seguridad de que fue bueno.
Así nos va, con todo lo que tenemos que hacer, a veces la conclusión de nuestros actos se esfuma o pasa desapercibido.
Así, a veces, charlas quedan vacías pero quedamos satisfechos por el hecho de haber charlado.
Y está bueno. Hasta que te das cuenta.
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